Por amor

 

Esta historia que os escribo no es como las demás que he leído. Quiero decir, no es una historia de terror, de personas muertas que nos visitan, espíritus, oscuridad, etc. Pero aún hoy, unos 6 años después, siento una mezcla de miedo y vergüenza al recordar lo que llegué a pensar en hacer.A mi trabajo llego un nuevo compañero de departamento del que me enamoré. Desgraciadamente para mí, el no sentía lo mismo.

Al principio, no es que no me importase (todo lo contrario), sino que, por decirlo de algún modo, yo lo llevaba bien y aguantaba, dentro de lo que cabe, el no poder salir con el.Pero era claro que no iba a poder continuar así durante mucho tiempo. Llegué a sentir una impotencia, una tristeza y una desesperación tan grande, que un buen día empecé (menos mal que solamente empecé) a materializar lo que desde hacía algún tiempo rondaba como solución a mi estado de ánimo.

Me di un buen baño, me maquillé y me vestí muy guapa, salí a la calle. Acudí a una tienda de una de las calles más céntricas de la ciudad, y solicité a la dependienta unas cuchillas de afeitar, ya imagináis con qué finalidad. ¿Os dais cuenta? Sólo me quedaban unas horas de vida, tan sólo unas horas más de existencia y… ¡adiós para siempre a todo lo que conocía, familia, amigos…! Sí, yo había planteado tomar una terrible determinación.

La dependienta, endiabladamente inteligente, por cierto, me miró con cara de preocupación y sospecha. Yo creí adivinar lo que estaba pensando. ¿Cuchillas de afeitar, cuando hoy se utilizan maquinillas desechables, o con esas otras maquinillas de cabeza basculante y loción suavizante incorporada?

Tuve que apresurarme a darle un pretexto con el que no debió quedar muy convencida, pues a pesar de que finalmente me vendió las cuchillas, la expresión de su rostro no cambió. Emprendí el largo paseo de vuelta a mi casa, increíblemente tranquila teniendo en cuenta lo que estaba a punto de hacer.

Sin duda, estaba decidida a dejar de sufrir. Camine hasta mi portal, subí las escaleras, entré en casa, me encerré en el cuarto de baño, extraje una cuchilla de la cajita, retiré el papelito en el que estaba envuelta… treinta centímetros, veinte, diez, cinco… me miré en el espejo, pensando “quiero ver mi cara por última vez” … y cuando tenía el filo de la cuchilla a no más de dos centímetros de mi muñeca izquierda, ocurrió el milagro.

Me dio por preguntarme a mí misma si realmente merecía la pena hacer aquello. Era una penalidad; grande, pero sólo una. ¿Merecía la pena abandonar todas las cosas buenas que yo conocía, por una única penalidad? Muy lentamente, volví a guardar la cuchilla, cuidadosamente envuelta, en su caja. Y bajé a tirarla en el contenedor de basura.

En los días siguientes, por no decir semanas, no me atrevía a mirarme en el espejo ni para lavarme la cara, era tanta la vergüenza que yo misma me había hecho pasar. Pero yo estaba destinada a vivir. Afortunadamente, no hay mal que cien años duré, y poco a poco empecé a ver a mi compañero de trabajo solamente como un amigo.

Por supuesto, nunca le conté lo que ahora os cuento a vosotros/as. Sólo sé que, según dice el refrán, “lo que no te mata te hace más fuerte”. Nunca intentéis suicidaros, y menos aún por no ser correspondidos en el amor, porque llegará otra oportunidad.

Marian

Viernes 18 de agosto del 2023
 


 

 

 

 

 

 


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